lunes, 9 de julio de 2012

El niño de Corfe


Nació en las colinas de la isla de Purbeck. Era conocido en los contornos como el niño que tenía los ojos azules como el mar azul. Habitó las entrañas en ruinas del castillo de Corfe y hay quien lo recuerda durmiendo durante años en los rincones de la piedra caída. Las noches de luna llena, paseaba el aire saludando a la vía Láctea y acaso por dilatar su tiempo hueco, contaba una a una las estrellas, a las que ponía nombres de árboles y animales. Como tantos otros niños, presos en los entramados de la vida, murió mientras pretendía hurtarle al firmamento el lucero del alba, enamorado como estaba de su resplandor de plata. Las gentes decían de él que estaba loco, porque en las claridades tempranas musicaba sin descanso una flauta china de bambú, tan bella que parecía mágica, afinada en sol, traída por un marino aventurero que tenía casa en la cercana villa de Poole. Siete agujeros, uno por cada día de la semana, en los que transitar con sus dedos de hueso y piel. Guardaba como tesoro cuatro monedas chinas, todas circulares, cuadrado hueco en su centro, con las que jugaba a las tres en raya. Se decía de él que había sido amamantado por una cierva e incluso hubo quien afirmó que en los anocheceres, se le había oído hablar con las paredes y los silencios del castillo de Corfe. Conocía como nadie los caminos de la nada, espacios vacíos por donde en otro tiempo caminara el rey Guillermo. Hay quien dice que tenía un ojo de cristal y otros afirmaban que era el reflejo del mar cuando una ola lo dejó varado en las arenas de Poole. Llegó a darse por cierto que habitó en los adentros de una ballena, por lo que en Swanage se le conocía como el pequeño Jonás. En verdad, durante las noches negras, había de permanecer en vigilia para no ser devorado por los cuervos que anidaban en las saeteras de Corfe. Y durante el día, se afirmaba de él que se transmutaba en el vuelo de un halcón bizco. Hay quien se pregunta cada día el por qué de los símbolos e incluso quien despierta en la noche inquieto por las reglas que rigen los colores del aire. El niño que tenía los ojos azules como el mar azul, era un pespunte en el lienzo. Una trazada del carbón. Una línea. Jamás preguntó interrogante alguno a la vida. Siempre tuvo claro que había que oscurecer la cara oculta de la luna. Privilegio de su vida. No necesitaba entender para gozar con las sombras.


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