domingo, 2 de noviembre de 2014

Otoño


Otoño. Y nuestra mirada se nubla de árboles desnudos, crepitar de hojas por el suelo. Otoño, y los adentros apocan sus colores. Y llega la lluvia. Y los arroyos alzan su voz. Es otoño. Abre la música y déjate llevar de su mano.



Llega otoño en el último bostezo del verano, sin su revoloteo de hojas muertas y sin desnudarse en amarillos y ocres. Llega otoño y me encuentra con las manos metidas en un bolsillo, roto, por donde han ido perdiéndose todos los pellizcos que la soledad otorga. Por llegar, dicen que llega otoño, y enfilo un hilo de casas encaladas, con sus sillas de enea en las puertas y sus vecinos de costado, camisa blanca por la que respiran los últimos fuegos del estío. Y sus mujeres desmadejan escobas puestas del revés. Y las adelfas inexistentes van apocando sus verdes mientras el sol huye tras la primera colina que encuentra. Llega otoño y me acerca el recuerdo de cuantos supieron sonreír para los adentros, entretanto buscaron reposo en columpios que las nubes sugieren siempre. Pero no logro reconocer sus caras en el reverso de mis espejos, como tampoco dibujar el rostro de cuantos quisieron darle su mano a la luna. Empero, dialogo en silencio con el color de sus ojos, ocultos en lagrimales yertos en tantas y cuantas noches de insomnio. Son miradas sin palabras, repletas de puntos y comas, de ventanales por donde se ausenta el aire o perfiles de noche vertical, en cuyo marasmo no supieron volar los pájaros. Dicen que llega otoño, con sus esqueletos de árboles vencidos. Y quedo absorto entre fantasías que sus ramas semejan, dedos infinitos de la tierra que arañan los amaneceres huecos, lugares donde se multiplican todos los sonidos que vienen con la luz. Todas las voces que redoblan su locura en un zumbido que no tiene fin. En su afán por seguir viviendo, dicen que alguna vez habló de cambiar el color de las flores. Una mañana cualquiera. En otoño.

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